2 nov 2005

Costumbre de lector

Supongo que las grandes historias terminan así, con una larga e intensa agonía que uno soporta y hasta justifica, bajo la falsa premisa de la autocompasión y la culpa.
Por desgracia, por más que uno se esfuerce en racionalizarlo, la cruda realidad del proceso sólo se entiende a posteriori, cuando no hay nada más qué decir o hacer, salvo perdonarse las horas perdidas, el llanto derramado, las palabras que uno tuvo que escuchar y repetir interiormente, una y otra vez hasta el cansancio.
Es así como llega una mañana en la que uno se siente menos mal que de costumbre, y ése signo es el preludio de una serie de jornadas decentes, con obvias recaídas, que comienzan a espaciarse cada vez más, hasta que el dolor no se siente, o más bien, uno se ha acostumbrado tanto a él, que la mayor parte del tiempo pasa desapercibido.
Desgraciadamente, para la mala fortuna de quienes con ingenuidad creen en el peso acumulado de lo vivido, el último recuerdo es el que prevalece. Y por lo regular éste no suele ser muy grato. En mi caso, una llamada, una serie de comentarios innecesarios, un par de frases alevosas, el orgullo como hilo conductor de un discurso resentido y agotado, el sarcasmo, la burla, la soberbia. Ése es el broche de oro con el que decidiste cerrar esta historia, que como es mi costumbre, me obligué a leer de principio a fin, antes de cerrar el libro.