22 oct 2008

Algo apesta


Cada que reviso mi cuenta bancaria, me topo con la sorpresa de que mi dinero en este país vale cada vez menos. Las pérdidas acumuladas son ya del orden del 30 por ciento y amenazan con aumentar. Sirva la anécdota de hoy para ejemplificar mi situación.
Apelando a la prudencia, decidimos ir al cine el miércoles que nos cuesta la mitad. La película estuvo tan buena que nos despertó las ganas de un cafecito. Como ya no tenía efectivo, me dirigí al cajero para sacar un poco de dinero. Mi sorpresa en ese momento no fue mayor que mi enojo: de un día a otro, un deslizamiento del peso, evaporó de mi cuenta el equivalente a una quincena, de esas de las que -por cierto- ya no percibo.
De regreso a casa intento convencerme de que no debo entrar en pánico. Pero los medios no son tan optimistas como yo. El diario de hoy informa que en México el dólar se fue casi a 14 pesos y la bolsa cayó 7 por ciento.
A estas alturas no dejo de preguntarme en qué momento nos hicimos tan vulnerables a fenómenos que con trabajo alcanzamos a entender y sobre los cuales no tenemos capacidad de control o influencia alguna.
El otro día leí en La Nación que los libros de Marx, Keynes y Smith han registrado niveles record de ventas en los últimos meses. Al parecer somos ya legión los interesados en saber a dónde diablos se fue nuestro dinero. Y es que si algo ha dejado claro la historia es que las grandes riquezas, se amasan siempre al amparo de las grandes ruinas. O lo que es lo mismo: hay alguien muy vivo, en algún lado del mundo, que se está haciendo rico a nuestras costillas.

Divagaciones para una ciudad en ruinas

Es curiosa la forma en que se construyen las geografías personales. La forma en que uno se apropia de un lugar y lo vuelve territorio recurrente de la memoria, de los afectos, de las ideas. Es curiosa porque para fijar las coordenadas de ese espacio apropiado se requiere tener cierta perspectiva. Salir de la zona de confort, ubicarse en un punto lejano y contrastar. Hacer de lo absoluto conocido un relativo imaginado. Hace falta, pues, hacer las maletas. Tomar un avión. Cruzar una frontera. Balbucear palabras en un idioma que se desconoce. Perderse en las calles de una ciudad. Sentirse ajeno, extraño y hasta indeseable.
He pasado por todo eso antes. Pero por alguna extraña razón, ha sido hasta ahora, que habito una ciudad cuyo origen e idiosincracia pareciera no distar mucho de la mía, que me reconozco venturosamente atado a ese pedazo de tierra que es Puebla.
Hace varias semanas me hicieron la propuesta de retomar mi trabajo como columnista para una revista. ¿Por qué no escribes desde Buenos Aires pensando en Puebla? Lo pensé y me negué. Luego lo volví a pensar.
Hablar o escribir sobre Puebla desde esta región del mundo no es tarea fácil. Buenos Aires es una ciudad demasiado centrada en sí misma. Una ciudad que te recuerda a cada paso que estás aquí. Que no importa de dónde vengas es éste, y no otro, el centro del mundo. Cómo entender si no, la magnitud de la oferta cultural para una ciudad que apenas rebasa los dos millones y medio de habitantes. O el peso que tiene la industria turística en la capital de este país, donde elementos tan cotidianos como el tango, el cafecito porteño, el clásico Boca-River o el asado, se venden al exterior como productos o servicios que más allá de generar una derrama económica importante, contribuyen a afianzar la identidad de sus habitantes.
No se requiere vivir mucho tiempo en esta ciudad para entender que el ego de los argentinos está justificado con creces. Basta con asomarse a la excentricidad de una avenida como la Nueve de Julio o de una calle como Corrientes; o mirar con ojo crítico la proliferación de actores, escritores o grupos de rock que a contrapelo de los apologistas del mundo globalizado, apuestan por lo local y se la “bancan” solo con el mercado argentino, el mismo que recibirá próximamente a Madonna en el estadio de River, y que obligó a Luis Miguel a abrir una cuarta fecha en el estadio de Vélez Sarsfield.
Buenos Aires, con todos los defectos que pueda tener, se apunta en la lista de ciudades cosmopolitas, pero con identidad propia, en donde pareciera que hay lugar para todos.
En este punto, la comparación es inevitable.
Y es que Puebla, como ciudad, tiene todos los elementos -al menos en potencia- para colocarse en ese prestigioso rankig.
Últimamente, ha tomado fuerza cierto discurso que reniega de lo local. Como si pensar hacia adentro fuera pensar menos y pensar además mal. Buenos Aires es un ejemplo de lo contrario. De cómo imponer lo local al mundo. De cómo presentarse ante los demás con la ropa de siempre y parecer, sin embargo, elegante. De cómo hacer del ego y la autoestima una virtud. De cómo convertir a la aldea en un lugar donde quepamos todos.

7 oct 2008

Noche Calamaro

No existe aún la palabra que describa aquello que no se puede decir con palabras. Ni el momento que condense en su devenir la esencia de todo momento. Así que no voy a abundar mucho. Sólo diré que llevo un par de días –literalmente- pasmado, incapaz de recuperarme tras la descarga de adrenalina y emoción que me dejó el fin de semana.
Y es que más allá de lo que significa en lo personal Calamaro, lo del domingo pasado fue mucho más que 40 mil personas cantando a coro “Paloma” al final de un concierto soñado. Fue reconocer a Buenos Aires tal y como siempre la había imaginado. Reconocerla a ella y reconocerme a mí, ocupando un lugar de privilegio, consciente una vez más del “aquí y el ahora” tan mentado, que hemos hecho consigna para afrontar estos días de incertidumbre financiera, laboral y emotiva.

Dejo para el recuerdo una probadita del video que tomé con lo mejor de la noche…