28 ago 2009

Sofía


Es raro pensar a la familia Hernández Flores con un nuevo miembro. Nosotros, siempre tan independientes y solitarios, volcados ahora sobre el nuevo integrante, que apenas se ha incorporado, y carga ya con toda una serie de responsabilidades y expectativas que de pronto se antojan desmesuradas.
Yo pienso en su llegada como un regalo. Como una oportunidad de hacer las cosas bien. Aunque es bien sabido que la sucesión generacional ha sido siempre el mecanismo que perpetúa ad infinitum las pifias y errores de los que nos preceden. Pero bueno, el gusto y la intención (ahora y por un buen tiempo) no nos la quita nadie.
Bienvenida pues, Sofía, querida sobrina mía, a éste, el mundo real.

27 ago 2009

África para principiantes


A mi África se me metió la cabeza a partir de la conversación que sostuvimos un grupo de estudiantes, hace ya varios años, con un inmigrante africano, activista de los derechos humanos que vivía en Madrid.
Imaginen -nos dijo aquel hombre de dimensiones descomunales y vestimenta estrafalaria- un continente que en el curso de tres siglos es despojado de 60 millones de personas, la mayoría hombres, en su etapa más productiva. Piensen en la indefensión de los que se quedan, en su sumisión frente al colonizador europeo. Piensen también en la extracción de riqueza que durante décadas es canalizada hacia las grandes metrópolis. Y luego, cuando ya no queda nada por explotar, el abandono y el atraso. Y junto con ellos el horror de la guerra, la hambruna, los campos de refugiados. Todo esto en un apartado rincón del planeta que ya no interesa a nadie salvo a los traficantes de armas, de droga, de diamantes. Ése es el tamaño de la deuda de Europa con los habitantes de sus antiguas colonias.
Inmersos en nuestra propia problemática, influenciados por nuestra condición dual de pueblos conquistados y enmancipados, latinoamericanos a fin de cuentas; la mayor parte de los asistentes salimos de aquella charla sensibilizados, aunque sospecho poco conscientes de las dimensiones reales de la tragedia africana.
Por eso, Ébano, el libro de Ryszard Kapuscinski que recién acabo de leer caló hondo. Plasmó con claridad algo que nunca pude ver en los diarios ni en la televisión, a pesar de lo escatólógico de las fotografías, de las cifras de muerte y destrucción que suelen acompañar las crónicas o reportajes sobre ese continente exótico y desconocido.
Siempre me he afanado en sostener que la literatura constituye la mejor vía -incluso por encima de la sociología y la filosofía- para ahondar en los misterios de la naturaleza humana. Pero debo reconocer que Kapuscinski es la excepción a la norma. Él no hace literatura. La usa para describir con apegado realismo la vida y la muerte en esa porción olvidada del planeta que por una convención reduccionista llamamos "África", aunque en la realidad -tal como asegura el periodista polaco- salvo por el nombre geográfico, África no existe.

1 ago 2009

La bolsa, el violinista, y la belleza perdida

“¿Quieres ver lo más hermoso que he filmado en mi vida?”. Esta simple pregunta, en labios de un adolescente, es el preámbulo para una de las secuencias más bellas que se han filmado en la historia del cine.
El primer plano muestra a dos jóvenes que miran sobre la pantalla de televisión, la imagen de una bolsa de plástico que flota en una desolada calle, a merced del viento. La toma se cierra y el espectador sigue la trayectoria de la bolsa que se eleva en el aire y luego cae, permanece algunos segundos inmóvil, y vuelve a arrastrarse después junto con las hojas que el otoño ha dejado a su paso. La voz del narrador se escucha en el fondo:
“Era uno de esos días en que está a punto de nevar y el aire está cargado de electricidad y esa bolsa estaba bailando conmigo, como un niño pidiéndome jugar. Fue el día en que descubrí que existe vida bajo las cosas. Y una fuerza increíblemente benévola me hizo comprender que no hay razón para tener miedo. El video es una triste excusa, lo sé, pero me ayuda a recordarlo. A veces hay tanta belleza en el mundo que siento que no lo aguanto y que mi corazón se está derrumbando”.
Allan Ball, guionista de la multipremiada American Beauty, afirma que esta escena, fue atestiguada por él mismo, años atrás, mientras descansaba en la plaza de lo que fuera alguna vez el World Trade Center. Y que fue esa bolsa, una simple bolsa de nylon que flotaba traviesa sobre la explanada ubicada al pie de los rascacielos, lo que le inspiró a escribir el guión de la película que estaba destinada a arrasar con los premios Oscar.
Todos los días, desde hace ya varios meses, me acomodo por largos periodos en la mesa de un café en el centro de la ciudad, desde la cual llevo a cabo todas las labores que demanda mi actual condición laboral. El trabajo free lance tiene la peculiaridad de que te permite mantener una mirada inédita, sobre eventos que bajo otras circunstancias hubieran pasado desapercibidos. Es una cosa que tiene que ver con el tiempo. Con la capacidad para organizarlo y ajustarlo a los propios requerimientos vitales.
Más de una vez, apoltronado alrededor de esa mesa, con los ojos enrojecidos tras pasar varias horas navegando en la pantalla de mi computadora portátil; o camino a casa, después de una provechosa jornada de trabajo, me he topado de frente con uno de esos momentos American Beauty. Revelaciones efímeras en donde lo cotidiano se disuelve, y por unos instantes –sólo por unos instantes– uno puede apreciar las cosas como realmente son, y no como se nos presentan bajo el sedicioso influjo de la rutina.
Por desgracia, esos momentos son los menos. Esclavos de la sociedad de consumo, hemos asignado a lo bello un horario, un lugar, y desde luego, un precio. Nos hemos vuelto ciegos a la belleza que nos rodea. La metáfora es para nosotros un ejercicio vedado: la bolsa que bailotea en el aire, es sólo una bolsa y nada más.
El año pasado The Washington Post hizo un curioso experimento al respecto. Convenció a Joshua Bell, uno de los violinistas más reconocidos del mundo, para que acompañado de su Stradivarius, tocará a las afueras de una concurrida estación del metro.
Leonard Slatkin, director de la Orquesta Sinfónica Nacional de Estados Unidos, había pronosticado que el músico recaudaría unos 150 dólares, que poco más de 35 personas se detendrían a escucharlo y que más de un centenar echaría dinero en la funda de su violín. Pero eso no fue lo que ocurrió. Tras 43 minutos de interpretar obras maestras, habían pasado ante él más mil personas. Sólo veintisiete le dieron monedas, la mayoría sin pararse. En total, ganó 32 dólares. No hubo corrillos y nadie le reconoció. El músico que días atrás había llenado el Boston Symphony Hall a cien euros la butaca, no recibió ningún aplauso.