15 jun 2010

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Me convertí en doctor el día que México inauguró el mundial en Sudáfrica.
La noche anterior, para variar, no pude dormir. Llevaba una semana ajustando mi presentación, adelantándome a las posibles preguntas, estudiando los temas que se discutirían en el examen.
Hacia la madrugada, cuando me había cansado de dar vueltas en la cama, entendí que no quedaba nada más que hacer. Así que me relajé y comencé a pensar en la alineación del juego inaugural. En algún momento pensé que una victoria de la selección sería un buen augurio, pero pronto deseché esa posibilidad.
Hice bien.
Horas después, mientras daba rienda suelta a mi frustración tras un juego mediocre, que termino en un doloroso empate, entendí que hay dos cosas que en el futbol -y también en la vida- no se perdonan: la mezquindad y la apatía. Entendí que ninguno de esos dos ingredientes iban a estar presentes en la sala donde esa misma tarde presentaría mi disertación doctoral.
Y así fue.
Durante casi tres horas expuse, discutí, respondí, disentí, me defendí.
Terminé agotado, pero satisfecho con el cierre de cuatro años de vida académica a full.
Ahora que todo ha terminado, me dispongo -por fin- a tomar unos días libres. Un fin de semana en el DF (concierto de Calamaro incluido) y otro en la playa, son los únicos pendientes que restan por tachar de mi lista. El resto es página en blanco.

9 jun 2010

Aquí nos tocó vivir...

Hace 30 años, cuando el encuestador de INEGI visitó la casa de mis padres se encontró con una pareja, casada, con dos hijos pequeños, que vivía en casa propia. A pesar de que la pareja contaba con estudios universitarios, sólo el jefe de familia trabajaba. La mujer también lo hacía, pero sólo como ama de casa (es decir, no recibía remuneración). Toda la familia contaba con seguridad social, entre otras prestaciones sociales. Todos se declararon integrantes de la Iglesia católica.
Ayer, el encuestador de INEGI que visitó mi casa se topó con un panorama diametralmente opuesto. La pareja no está casada. No tiene hijos, y no vive en casa propia. Los dos miembros de esta pequeña familia, cuentan con estudios de posgrado. Los dos trabajan. Y uno de ellos (a sus 34 años) sigue todavía estudiando. Las prestaciones sociales en sus respectivos trabajos son mínimas. No tienen Infonavit (nunca han cotizado) y sólo la jefa de familia (el encuestador tuvo trabajo para entender que la jefatura era compartida) cuenta con seguridad social. Los dos declararon no profesar religión alguna.
Entiendo que las prácticas a microescala no pueden generalizarse, pero aun así, el ejercicio de comparar ambas situaciones me pareció muy revelador, en tanto que expone, de forma muy clara, algunos de los cambios generacionales y de contexto socioeconómico más importantes de los últimos años.
Me pregunto que será lo que nuestros hijos (o sobrinos) tendrán que decirle al INEGI dentro de 30 años.