30 ene 2007

Oaxaca de ida y vuelta

Extrañaba Oaxaca. Extrañaba manejar de noche y fumar un cigarro con Laia. Extrañaba platicar con Tryno y con Pynch sobre literatura. Y saludar a Martín y al resto de la banda oaxaqueña. Extrañaba hablar de libros leídos o por leer. Y burlarnos de las novelas que decimos escribir y que pareciera no vamos a terminar nunca. Echaba de menos todo eso y más, y sin embargo, apenas había transcurrido un día y ya estaba de regreso en la carretera.
A saber si fue el malviaje, las ganas de verla otra vez, o simplemente el deseo de rescatar el fin de semana. No se necesita ser muy inteligente para notar que de un tiempo a esta parte mis prioridades han dado un viraje.
Ni hablar. En la batalla contra la añoranza, lo cotidiano le gana siempre a lo excepcional.

25 ene 2007

Dependiente emocional

El fin de semana pasado perdí mi celular. Desde entonces vivo en un espacio temporal indefinido: llego tarde a todas mis citas, tengo dificultad para conciliar el sueño, me cuesta trabajo tomar decisiones. En lo que va de la semana me he sentido desconectado del mundo. Extraño ciertas llamadas. No hay más mensajes que alegren mis días. El silencio se ha convertido en mi peor enemigo.
El sábado pasado, el test de una revista me catalogó como un "dependiente emocional". Empiezo a pensar que quizá no estaba tan equivocado.
Para mi fortuna, la solución a esta crisis parece bastante sencilla. Dicen que una relación dependiente se suplanta con otra.
Aunque pensándolo bien, no en todos los casos…

Medicina contra la curiosidad

Frente a las cosas que no es necesario saber, uno debería guardar siempre cautela. El problema es que a nadie le gusta pensar en las consecuencias. Y un día cualquiera, en un arrebato de osadía, cuando parece que nada podría estar mejor, uno se afana en indagar más de la cuenta, como si la recopilación de fragmentos dispersos bastara para reproducir (o por lo menos imaginar) el sentido real de la pieza completa. Está de sobra decir que la adquisición del nuevo conocimiento no suele ser un proceso grato. Con cada verdad revelada los huecos se hacen más grandes. Y por lo regular, uno termina terriblemente confundido y desorientado, sin saber cómo diablos suplir el espacio que tiempo atrás—cuando se era ignorante y feliz— ocupaba la duda a sus anchas.

23 ene 2007

John Irving, príncipe de Maine


La orfandad, el aborto, la paternidad, el amor platónico, la amistad, la reivindicación del derecho a convertirse en dueño del propio destino. Los temas que roza John Irving en The Cider House Rules no sólo son abundantes, sino expansivos. La novela es bella porque logra conciliar las dos grandes obsesiones que acechan los intentos literarios de todo escritor contemporáneo: retomar el espíritu narrativo de los escritores clásicos del siglo diecinueve y abordar, con ese mismo aliento, los grandes temas y preocupaciones sociales del siglo veinte.
Arriesgarse a escribir en estos tiempos una novela a lo Dickens es de por sí un gran logro. Pero más allá de eso, más allá de cualquier lectura que se ocupe de analizar los cuestionamientos morales a los que obliga este libro, se repite una vez más ese fenómeno que me hace pensar en Irving como en uno de esos iluminados que tienen el don de recrear vidas y edificar universos con la misma facilidad con que un mago de circo extrae de su desgastada chistera, justo frente a nuestros ojos, una impoluta y blanca paloma.
En esta novela, Irving escribe desde y para el individuo. Su historia no es una diatriba empeñada en transformar conciencias. Por el contrario —y pese a lo aparentemente urgente y necesario que pudiera considerarse el cuestionamiento de ciertos temas— Irving prefiere someternos a la tiranía de un narrador que nos obliga a recorrer más de quinientas cuartillas con la única intención de emocionarnos, conmovernos y hacernos sentir extrañamente unidos a un puñado de personajes ficticios que bien pudieran ser el reflejo de todo aquello a lo que podemos llegar a convertirnos algún día. Así, lo último que quisiéramos después de leer la última frase del libro es emitir un juicio. No es conocimiento sino comprensión lo que hemos adquirido. Y ese sentimiento nuevo, aunque fugaz, no sólo nos hace mejores lectores. También nos humaniza. Nos reconcilia con los demás y con nosotros mismos.

3 ene 2007

Simbiosis plástica


Nunca he sido bueno para las manualidades. Aún a la fecha, dibujar, recortar, hacer un amarre, o incluso conectar los cables de mi computadora, son actividades que realizó con un máximo de esfuerzo y con resultados casi siempre pobres o mediocres.
De niño, en los scouts, este defecto ocasionó que mi tropa perdiera todos los concursos de nudos en los que yo participaba, y que los diez de mayo mi mamá recibiera siempre los regalos más feos que salían de los talleres de la escuela. Actualmente escribir una carta o dedicar un libro me deja siempre una sensación de incomodidad ante lo desaliñada y deslucida que parece mi letra.
Todo esto para explicar mi participación en el mural con el que competimos en el concurso escolar durante el último año de preparatoria.
Se llamaba si mal no recuerdo Simbiosis plástica. La idea original consistía en hacer coexistir en un mismo espacio diversas imágenes extraídas de las pinturas famosas que conocíamos. Desde las pinturas rupestres de Altamira, y los bocetos de Miguel Ángel en la Capilla Sixtina, pasando por Dalí, Picasso, Velázquez, Van Gogh, la portada de un disco de Pink Floyd y alguna que otra aportación personal, cubrimos el espectro de lo que en aquel entonces considerábamos nuestra cultura visual. Cuando los jueces pasaron revista a los trabajos quedaron sorprendidos. De toda la escuela fuimos los únicos que no utilizamos imágenes religiosas o estampas de la Puebla colonial para decorar los pasillos. Ahora, a la distancia, me gusta pensar que la elección del tema de nuestro mural fue una especie de protesta en contra de la uniformidad académica y cultural de la institución en la cual cursábamos nuestros estudios. Pero no estaría tan seguro.
Como era lógico perdimos. No recuerdo si fue ante un cursi y monumental San Juan Bautista de La Salle, o frente a una estampa bucólica, extraída seguramente del calendario de un taller mecánico, que representaba con majestuosidad los volcanes del valle poblano.
Como regalo de fin de año, nuestras mujeres decidieron comprar el pizarrón que nos sirvió de lienzo y nos los entregaron formalmente en una de esas cenas navideñas que hasta la fecha siguen siendo costumbre. A partir de entonces el destino de nuestro mural es incierto. Algún tiempo permaneció en la habitación de Nacho hasta que su abuela pidió que lo sacaran de ahí porque en las noches le daba miedo. Después estuvo arrumbado por varios años en el taller de resina de la familia Kasusky y no volvimos a saber más de él hasta el día de ayer, que Juan Carlos rescató una fotografía que nos envió a todos por correo.
He dicho antes que la pintura, entre muchas otras artes nunca ha sido mi fuerte. Por eso debo confesar que mi aportación al mural consistió en rellenar el fondo (negro para acabarla de joder) y delinear las siluetas de los bocetos que Nacho y Juan se ocupaban en reproducir haciendo gala de sus habilidades artísticas.
Supongo que en algún lugar del mundo Simbiosis plástica guarda reposo. Lleno de polvo y probablemente deteriorado, el mural conserva en una de sus esquinas el nombre de los artistas que lo concibieron y lo crearon. Aunque usted no lo crea, el mío aparece ahí.