23 ene 2007

John Irving, príncipe de Maine


La orfandad, el aborto, la paternidad, el amor platónico, la amistad, la reivindicación del derecho a convertirse en dueño del propio destino. Los temas que roza John Irving en The Cider House Rules no sólo son abundantes, sino expansivos. La novela es bella porque logra conciliar las dos grandes obsesiones que acechan los intentos literarios de todo escritor contemporáneo: retomar el espíritu narrativo de los escritores clásicos del siglo diecinueve y abordar, con ese mismo aliento, los grandes temas y preocupaciones sociales del siglo veinte.
Arriesgarse a escribir en estos tiempos una novela a lo Dickens es de por sí un gran logro. Pero más allá de eso, más allá de cualquier lectura que se ocupe de analizar los cuestionamientos morales a los que obliga este libro, se repite una vez más ese fenómeno que me hace pensar en Irving como en uno de esos iluminados que tienen el don de recrear vidas y edificar universos con la misma facilidad con que un mago de circo extrae de su desgastada chistera, justo frente a nuestros ojos, una impoluta y blanca paloma.
En esta novela, Irving escribe desde y para el individuo. Su historia no es una diatriba empeñada en transformar conciencias. Por el contrario —y pese a lo aparentemente urgente y necesario que pudiera considerarse el cuestionamiento de ciertos temas— Irving prefiere someternos a la tiranía de un narrador que nos obliga a recorrer más de quinientas cuartillas con la única intención de emocionarnos, conmovernos y hacernos sentir extrañamente unidos a un puñado de personajes ficticios que bien pudieran ser el reflejo de todo aquello a lo que podemos llegar a convertirnos algún día. Así, lo último que quisiéramos después de leer la última frase del libro es emitir un juicio. No es conocimiento sino comprensión lo que hemos adquirido. Y ese sentimiento nuevo, aunque fugaz, no sólo nos hace mejores lectores. También nos humaniza. Nos reconcilia con los demás y con nosotros mismos.

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