12 jun 2006

De las despedidas


Nunca he sido bueno para desprenderme de las personas o de las cosas. Hace algún tiempo alguien me dijo que ése era mi problema. No le creí entonces. Y sigo sin creerle. Somos lo que tocamos, lo que hicimos nuestro alguna vez, lo que vamos dejando en el camino.

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Hace 13 años mi papá compró un coche que mi hermano y yo compartimos durante nuestra adolescencia y parte de nuestra vida adulta. Era un Sedan 1993, color blanco. Un auto ciertamente sencillo, pero que para nosotros, que habíamos crecido bajo el implacable yugo del transporte público, era todo un lujo. La posesión del coche generó toda suerte de problemas familiares hasta que mi padre, cansado de las acusaciones y las recriminaciones mutuas, nos puso un ultimátum: o resolvíamos las diferencias de forma civilizada o el auto dejaría de ser nuestro. Así, después de varios años de disputa pudimos llegar a un arreglo: durante la semana mi hermano iba a ser el responsable del coche, pero el sábado y el domingo yo sería el dueño absoluto. A finales del 2000 mi hermano se compró un Jetta y en consecuencia, el viejo Sedan pasó oficialmente a mis manos.
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Faltaría espacio para relatar las cosas que ese auto y yo vivimos durante todos esos años. Los momentos felices y tristes que presenció, las anécdotas trágicas, divertidas, escandalosas de las cuales fue testigo. Los amigos, las fiestas, las discusiones, los accidentes, los viajes. En ese auto besé por primera vez a Fabiana y fue en él que nos separamos y reconciliamos, una y otra vez, a lo largo de siete largos años.
Pero todo cambia: las personas, las relaciones, las cosas. En septiembre del 2004 se me metió la idea de adquirir otro automóvil, uno más moderno, más cómodo, más “adulto”. Es extraño, pero a veces relaciono ese hecho —la sustitución de mi coche viejo por uno nuevo— con la ruptura definitiva de mi relación y el tránsito a una nueva etapa para la cual, debo reconocer, no estaba preparado.
Por razones que no viene a cuento narrar, cuando me separé de Fabiana decidí que el Sedán permaneciera en su poder. Supongo que las razones debieron ser más egoístas de lo que ahora pretendo creer. Lo cierto es que en el fondo deseaba que algo de mí se quedara con ella, como recordatorio, como presencia, como ofrenda a un amor que en ese entonces creía ilimitado, absoluto e inalterable.

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Hace una semana que el viejo Sedán regresó a mis manos. Al pobre le sucedió lo de siempre: la llegada de un auto nuevo lo ha desplazado. Sé que a pesar del cariño que le tengo no puedo conservarlo. Son demasiados recuerdos, demasiadas cosas que necesito dejar atrás.

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Mañana viene un comprador interesado en adquirir el vochito. Hace un momento llamó por teléfono para preguntar cuánto vale. Y yo me quedé callado, sin poder contestar.
—¿Cuánto vale para mí? —reviré confundido, incapaz de mencionar una cifra razonable.
—Sí —repitió con nerviosismo la voz al otro lado del auricular—. Necesito saber si me alcanza.
Entonces lo comprendí. Pude ver que lo que para mí era antiguo significaba para alguien más una novedad. Cavilar en ese momento sobre la posible redención de mi auto fue un mal negocio. Acordamos un precio ridículo y sellamos el trato.

*

Hoy por la noche dejaré el coche nuevo en casa, y volveré a manejar el Sedán.
Sé que la idea de un último viaje es la cosa más cursi que a alguien se le puede ocurrir para una despedida.
Pero a quién le importa.
Creo que ambos nos lo debemos.

1 comentario:

lascabecitas dijo...

estuvo bien flaco. me pasa lo mismo con las cosas. de pendejo, si un lapiz me duraba mucho en la escuela y quedaba chiquitito iba y lo escondia en la biblioteca de casa. quedaban años ahi. no los podia tirar. los sentia medio amigos, yo que se. de la mente. jejejeje. visita mi blog, que ahora esta infectado por el mundial pero trata basicamente de un uruguayo en nyc, extrañando a su banda y a su glorioso NACIONAL. salu.