12 feb 2010

Soñar a la abuela

La abuela cumplió años ayer y no pude -o más bien, no quise- llamarle. Me dan miedo las cosas que siento cada vez que intento comunicarme con ella y no puedo. Es un dolor que no es fácil de describir y del cual tampoco me gusta hablar mucho. Por lo general, tras esas llamadas o visitas frustradas me queda siempre la sensación de una profunda injusticia. También de impotencia, porque siento que no puedo hacer nada para que ella se sienta mejor, para que su situación sea más llevadera.
Claro que esto no sucede siempre; a veces intercambiamos una frase o nos sostenemos la mirada. Hace unas semanas me pidió que la tomara de la mano y cuando se la di la apretó fuerte, como si con eso gesto quisiera decirme todo lo que desde hace tiempo hemos callado.
El caso es que ayer, día de su cumpleaños, no le quise llamar. Me fui a la cama sintiéndome un poco triste y culpable. Luego, soñé con ella.
En el sueño también era día de su cumpleaños y yo llegaba a visitarla a su casa. Para mi sorpresa la veía bajar las escaleras para recibirme. Le daba un beso, la abrazaba, y luego le preguntaba cómo estaba. Entonces ella comenzaba a quejarse. Sus enfermedades, sus dolores, la columna, el cuello. Sus males de toda la vida. Cuando entramos a la cocina le dije que comprendía que se sintiera mal, pero que era día de su cumpleaños y que tenía que estar contenta por eso. Y ella asintió, aunque supongo que no muy convencida porque siguió lamentándose. Y a mí me daba gusto y ternura escucharla porque era evidente que el desahogo le hacía bien. Lo último que recuerdo del sueño es que le di un abrazo y le dije lo mucho que la quería. Mi abuela se quedaba callada, sin decir nada, y yo sabía en ese momento, que aunque no pronunciara palabra alguna, ella me estaba entendiendo.
Hoy desperté con ganas de ir a verla y contarle mi sueño. Decirle que la quiero, que la extraño, que me hace mucha falta y que me parece injusto todo lo que le está sucediendo. Hablar con ella, con el verdadero lenguaje con el que -ahora sé- nos hemos entendido siempre: con las palabras, con las miradas, con los gestos, con nuestras manos entrelazadas, o incluso, con esos largos silencios que pueblan ahora cada uno de nuestros encuentros.

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