Tuve este sueño hace un par de meses. Lo
escribo porque no lo quiero olvidar.
Es de noche. La abuela está postrada en la cama
y yo la estoy cuidando. Acaricio su mano con devoción. La beso. Sé, de alguna
manera, que se trata sólo de un sueño. Pero en ese momento no me importa. Me
siento feliz de verla, de tocarla, de hablar con ella.
En algún momento, la abuela me pide que le dé un
recado a mi abuelo. Yo le contesto que mejor se lo dé ella misma (hasta el cuarto nos
llegan las risas del resto de la familia que acompaña al abuelo en una
habitación contigua).
–Te llevo con ellos si quieres –le digo.
La abuela me mira con ternura, como si le estuviera pidiendo algo imposible.
Por un momento recuerdo que estoy soñando, pero
hago un esfuerzo por erradicar esa idea de mi mente.
–Mira –me dice mientras señala el clóset de su
recámara–. Allá hay un cajón donde guardo un cuaderno y un bolígrafo ¿me los
puedes traer?
No dejo de pensar, mientras busco lo que me ha
pedido, en esas manera tan suyas de hacer las cosas, en el cuidado que pone en
cada detalle, en su afán por no dejar cabos sueltos, por ser justa y
exacta siempre. No me extraña que en esas circunstancias prefiera la escritura, que trasciende el tiempo, a las palabras que se erosionan con él.
–Yo te dicto y tú escribes –me susurra cuando estoy
de vuelta con ella.
Mientras mi abuela habla, yo deslizo la pluma
por las páginas de una libreta de hojas amarillas y desgastadas. Pero todo esto lo veo desde las alturas, mientras me
alejo de la escena, como en el cine.
Entonces abro los ojos.
Entonces abro los ojos.
El regreso a la realidad no es abrupto ni violento. Se acompaña del sonido de las campanas de la iglesia que se ubica a unas
cuadras de mi casa. Es domingo, Myriam está dormida a mi lado, y yo no puedo
dejar de llorar y de pensar, más allá del recado que nunca podré entregar a mis familiares, que ese sueño no
ha sido un sueño: ha sido un regalo.
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