7 jun 2007

Una de cine mexicano



Ayer, en función de miércoles por la noche, fuimos a ver El violín.
Después de las frecuentes, infructuosas y decepcionantes visitas a los cinitos poblanos, fue como respirar aire fresco.
Esta película es la clara evidencia de que se puede hacer cine de estupenda manufactura en México con una cantidad mínima de recursos materiales y técnicos.
También nos enseña que un filme de denuncia, no tiene por qué ser necesariamente lacrimoso, aburrido, panfletario, chafa.
La anécdota es simple y se hilvana de modo lineal. No hay pretenciosos saltos temporales, ni experimentos en su estructura. Las escenas, filmadas en blanco y negro, contribuyen a generar una atmósfera que resalta los aspectos más íntimos de los personajes y los escenarios emanados del medio rural.
Se trata de un trabajo que —a contrapelo de las tendencias de nuestros directores de moda— reivindica el poder de la historia (la vía Arriaga) frente a los artilugios interpretativos del realizador (la vía Gónzalez Iñárritu y compañía).
Asimismo, demuestra que el soundtrack más efectivo no es aquel que se arma con los éxitos del momento, sino el que mejor le va a la película. Y que un violín mal tocado puede impresionar más al espectador, que si llamamos a Zoé, Belanova y a Natalia Lafourcade y los ponemos a tocar todos juntos.
Y lo más importante: que la realidad de nuestro país supera por mucho las fronteras del DF. Que no todos los mexicanos nos comportamos como irresponsables “charolastras” en la búsqueda del sentido de nuestra existencia. Que hay un mundo más allá de las hiperpobladas e inseguras ciudades que habitamos. Que los viejos y los niños también existen en México. Y que no se parecen a Gael o a Diego Luna, y tampoco se apellidan Bichir. Que no van al cine como nosotros. Y que sin embargo, son protagonistas cotidianos de historias que merecen ser contadas y proyectadas en los cines de ésta y otras ciudades del país. Aunque sean de provincia.

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