15 jun 2010

alt+ctrl+supr

Me convertí en doctor el día que México inauguró el mundial en Sudáfrica.
La noche anterior, para variar, no pude dormir. Llevaba una semana ajustando mi presentación, adelantándome a las posibles preguntas, estudiando los temas que se discutirían en el examen.
Hacia la madrugada, cuando me había cansado de dar vueltas en la cama, entendí que no quedaba nada más que hacer. Así que me relajé y comencé a pensar en la alineación del juego inaugural. En algún momento pensé que una victoria de la selección sería un buen augurio, pero pronto deseché esa posibilidad.
Hice bien.
Horas después, mientras daba rienda suelta a mi frustración tras un juego mediocre, que termino en un doloroso empate, entendí que hay dos cosas que en el futbol -y también en la vida- no se perdonan: la mezquindad y la apatía. Entendí que ninguno de esos dos ingredientes iban a estar presentes en la sala donde esa misma tarde presentaría mi disertación doctoral.
Y así fue.
Durante casi tres horas expuse, discutí, respondí, disentí, me defendí.
Terminé agotado, pero satisfecho con el cierre de cuatro años de vida académica a full.
Ahora que todo ha terminado, me dispongo -por fin- a tomar unos días libres. Un fin de semana en el DF (concierto de Calamaro incluido) y otro en la playa, son los únicos pendientes que restan por tachar de mi lista. El resto es página en blanco.

1 comentario:

Unknown dijo...

¡Felicidades, Álvaro! Logro merecido y más. Un gran abrazo.