30 sep 2005

Viejos conocidos


Reconstrurise o repensarse tienes sus ventajas. Por ejemplo, entender el dolor como el impertinente compañero de viaje que no te deja dormir, o concentrarte en el paisaje, o leer con tranquilidad el libro que has comprado en la estación del tren. Ése que cuando duerme emite sonidos arrítmicos, guturales, desacompasados. Y que en sus periodos de vigilia no para de hablar, y que sin permiso alguno se mete con tu vida y te pregunta por tal o cual cosa, y es incapaz de entender, por más evasivas que inventes, que si has decidido viajar es porque necesitas estar solo (o al menos fingir que lo estás). Entonces, a mitad de un oscuro túnel, cuando por fin te has resignado a soportar con estoicismo su presencia, el hombre se levanta de su asiento y te obliga a recorrer el cuerpo para pasar casi encima de ti, mientras musita frases incomprensibles en las que crees reconocer la promesa de un pronto regreso.
Pero el fulano no vuelve más, y aunque al principio el hecho te llena de una efímera alegría, a lo pocos minutos comienzas a preguntarte por qué se ha ido sin despedirse; y más tarde, cuando estás próximo a bajar, por una extraña razón que no alcanzas a comprender, comienzas a extrañarlo.
Con el tiempo, el tipo del tren será sólo una anécdota que contarás a los amigos o la pareja. Bromearás un par de veces con la historia y es casi seguro que después de unos meses puedas llegar a olvidarlo.
Lo que nadie te dice es que años más tarde, cuando menos lo esperes, volverás a toparte con él. Y en el trayecto de ese tren recurrente tendrás otra vez que escucharlo, sufrirlo, y hasta perdonarlo.

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