26 ago 2007

De miedos a miedos...

Lo confieso sin asomo de culpa. Soy un aficionado al cine de terror. Supongo que el gusto me viene de niño, cuando ese tipo de filmes eran material prohibido y uno tenía que arreglárselas para escapar al Videocentro más cercano y rentar a hurtadillas la última cinta de Hallowen, Postelgeist, o la escalofriante saga de Pesadilla en la calle del infierno. Luego, permanecer toda la noche despierto, escondido bajo las sábanas, imaginando ruidos inexistentes y elucubrando historias absurdas que no pocas veces derivaban en horrendas pesadillas que era necesario mantener en secreto para no delatar mi pecado.
Pues bien, con el tiempo, todos esos filmes que fueron en su momento la materia prima de mis miedos más ocultos dejaron de perturbarme. La máscara de Michael Meyers, el rostro desfigurado de Freddy Krueger, las dotes contorsionistas de Linda Blair, los poderes telequinéticos de Carrie. Era como si todos los artilugios que habían sido antaño la delicia de mis horas más angustiantes, se hubieran esfumado repentinamente.
Cuando la magia del horror perdió su encanto, no me quedó de otra que mudar de subgénero. Los Pájaros, Psicosis, El resplandor, fueron algunos de los trihller sicológicos que devolvieron un poco de la emoción extraviada a esos años. Pero el encanto no duró mucho. En el curso de una década pasé de las películas de muertos vivientes a las visiones apocalípticas del fin del mundo, recorrí sin mucho sobresalto algunos de los ejemplos más acabados del Gore y sus derivaciones, y sufrí —a principios de los noventa— con los mediocres intentos del peor Wes Craven por infundir vida a las historias protagonizadas por asesinos seriales. Desde entonces, el cine de terror vive su noche más oscura.
Cada verano se presentan en cartelera películas que prometen recuperar ese viejo —y yo diría que hasta sano— espíritu que busca poner en contacto la subjetividad del espectador con las zonas más ocultas e impenetrables de la psique. Y cada verano las expectativas parecen quedar demasiado grandes.
La promesa incumplida del cine de terror es casi una ley no escrita de las salas de cine.
Armados con unas palomitas —irónicamente bañadas en una espesa y sugerente salsa roja— los amantes del género del terror ocupamos las butacas conscientes de que dos horas después saldremos decepcionados, añorando los días en que una cinta rentada a escondidas en el videoclub era capaz de generar intensos e insólitos estímulos emocionales.
Por supuesto que no siempre es así. De vez en cuando surgen películas como Exterminio, La bruja de Blair, o incluso el más reciente remake de El amanecer de los muertos, que reivindican y hacen que valgan la pena cada uno de los intentos frustrados. Pero seamos honestos: una golondrina no hace verano.
Dicen que cuando se estrenó El Exorcista en 1973 la película causó una histeria nunca antes vista. La gente no paraba de gritar, se desmayaba y hubo algunas que sufrieron crisis de ansiedad, lo que provocó que las ambulancias tuvieran que desplazarse a las salas de cine y de teatro para atender a los afectados.
Parece imposible que en poco más de treinta años, hayamos perdido la capacidad de tener miedo. ¿A qué le tememos hoy los habitantes del mundo?
En lo que al cine se refiere, mi concepción sobre el temor ha cambiado radicalmente. Hace algunos unos años cuando vi la película Infidelidad, protagonizada por Diane Lane y Richard Gere, descubrí que otro tipo de miedo había empezado a cobrar forma en alguna región de mi inconsciente. Durante semanas no pude quitarme de la cabeza la idea del engaño, de lo que hubiera hecho yo en lugar del actor o de la actriz, de lo increíblemente indefensos que estamos frente las debilidades propias del género humano. Recientemente en una de las salas de la ciudad, me tocó ver el trailer de una película en donde una pareja feliz —de esas de las que casi no abundan— descubre que uno de ellos es portador de una enfermedad terminal y que por tanto, les quedan apenas un par de meses juntos. Que alguien me diga si eso si eso no es terror o sadismo.
El miedo a la traición, el miedo a la soledad, el miedo al desengaño, el miedo a una vida sin emociones, el miedo al fracaso; esos, creo yo, son los grandes y verdaderos miedos del siglo XXI. El asunto con ese tipo de miedo es que no gratifica. El cine de terror, en cambio, se goza porque desde la butaca del cine el espectador tiene el privilegio de presenciar las escenas más cruentas e inverosímiles a sabiendas de que se trata de una fabulación, lo que suprime cualquier sentimiento de responsabilidad o de culpa. Además, el intenso horror que se muestra en la pantalla, minimiza los problemas menores de la vida real.
Creo que es por eso que a pesar de las reticencias hacia un género que ha sido excesivamente manoseado por guionistas y directores de escaso talento, cada vez que en la cartelera se exhibe un filme que promete mantenerme al filo del asiento, termino siempre por comprar un boleto.
Mi lógica es muy simple. Frente al cine de terror, me siento seguro. Pero al frente al hiperrealismo de ciertas películas no existe defensa posible.

1 comentario:

Anónimo dijo...

A mi la néta sí me dan miedo las de terror, me estreso, sufro...pero hay otra banda que disfruta, supongo que es como en la ruleta rusa y los juegos acá extremos. el cine de terror es algo que amas o odias, difíciles son las medias tintas. A mi me aterroriza literalmente.